lunes, 21 de mayo de 2012

Siempre

Paso por las fotos de mis últimos seis años, aquellas que sólo me atrevo a ver en la intimidad, y me veo cambiar. Mi cara se ha perfilado, mis ojos han perdido su inocencia (esa misma que aún mantengo en el corazón), mi cuerpo ha cambiado... Han cambiado los amigos que jamás me fallarían, se ha ido una parte de mi familia, he perdido la relación con mi hermano, he olvidado todas aquellas fórmulas y teorías físicas y matemáticas que me hacían soñar cada noche, he memorizado una carrera, y he perdido oportunidades que asocio a cada una de las imágenes.
Cómo se nos va la vida, casi sin darnos cuenta. Cómo huye velozmente ante nuestros ojos sin valorarla.
Nacemos, luchamos por una serie de objetivos hacia los que nos han ido vapuleando, y morimos. Todo irremediablemente, todo sin vuelta atrás. Tememos la muerte cuando en realidad deberíamos temer por la vida, en esa irónica sensación de control que tenemos sobre ella, porque sólo podremos modificar lo cotidiano, no nuestro final. Tenemos que pelear por nuevos propósitos, por que seamos recordados y sobrevivamos en el recuerdo por encima de nuestra existencia, que es cuanto tenemos.
Terminamos en una caja de una madera que pocas veces nos permitimos en vida, unas palabras de un sacerdote que poco nos conoció y que nos guía en la vida eterna y en unas lágrimas recogidas en unos cuantos pañuelos arrugados de los que nos despiden en los últimos momentos. Y luego sólo queda el recuerdo; se olvida todo cuanto erramos y perdura lo positivo. Y así es y será por todos los años que nuestros conocidos se preocupen en mantenernos en sus pensamientos.
Y nuestros hijos sabrán que sus abuelos no fueron tan buenos como les contamos del mismo modo que yo sé que mi abuelo era un gran artista de carácter difícil. Y les querrán, tanto como nosotros queremos a los que no llegamos a conocer. Sólo por extensión, sólo por una foto olvidada en un cajón en los que se les ve sonriendo; sólo por una flor aplastada en la contraportada de un viejo libro, o sólo porque heredamos alguno de sus gestos.
Hace años pensaba que no hacíamos historia, pero son tantas las personas que nos cruzamos cada día, y tantas las percepciones e interpretaciones de nuestras anécdotas, que es imposible que en algún momento no hayas iluminado la conciencia del más inesperado, o que no ayudases en un gesto casi imperceptible para ti a alguien. 
Somos y seremos; y tú, abuela, siempre serás para mi. No te olvido.

martes, 1 de mayo de 2012

Gente

Llevo confusa muchas semanas. No sé exactamente lo que pensar, pero soy incapaz de sentirme a gusto ni conmigo ni con los que me rodean. No hago nada que me satisfaga, no avanzo, no me halaga ningún comentario que sé que estaba hecho con ese fin...
Cuando comencé a escribir aquí, con el temor de que algún insensato derrochara su tiempo en leerme, lo hice en parte para desahogarme cuando se acercase ese momento que ya está al caer y que marca el final de esta etapa: la graduación. Se acabaron los apuntes, las clases, los profesores, las prácticas. Todo lo que sé hacer y que he ido puliendo a lo largo de estos 23 años se termina y comienza el trabajo, los compañeros, las nóminas, las deudas, las hipotecas... Estoy terriblemente feliz por eso, está claro, pero a la vez me embarga un profundo sentimiento de vacío, en el que no doy cabida a ninguno de los que me han acompañado los últimos seis años.
Este fin de semana me he ido reuniendo, aprovechando los días de puente, con esas personas que son como una constante en tu vida, los que siempre han estado ahí aunque cambiasen innumerables variables; y me han inundado de paz. Parece que cada vez que los veo, recuerdo que todo tiene un sentido y que hay gente que siempre permanece, aunque me fuera durante años de su lado. Son esos tipos con los que estás horas hablando y es el sueño el que separa las conversaciones.
Este puente, en medio de muchos sentimientos encontrados por muy diversos motivos, siento que hay personas que merecen demasiado la pena.