Llevo confusa muchas semanas. No sé exactamente lo que pensar, pero soy incapaz de sentirme a gusto ni conmigo ni con los que me rodean. No hago nada que me satisfaga, no avanzo, no me halaga ningún comentario que sé que estaba hecho con ese fin...
Cuando comencé a escribir aquí, con el temor de que algún insensato derrochara su tiempo en leerme, lo hice en parte para desahogarme cuando se acercase ese momento que ya está al caer y que marca el final de esta etapa: la graduación. Se acabaron los apuntes, las clases, los profesores, las prácticas. Todo lo que sé hacer y que he ido puliendo a lo largo de estos 23 años se termina y comienza el trabajo, los compañeros, las nóminas, las deudas, las hipotecas... Estoy terriblemente feliz por eso, está claro, pero a la vez me embarga un profundo sentimiento de vacío, en el que no doy cabida a ninguno de los que me han acompañado los últimos seis años.
Este fin de semana me he ido reuniendo, aprovechando los días de puente, con esas personas que son como una constante en tu vida, los que siempre han estado ahí aunque cambiasen innumerables variables; y me han inundado de paz. Parece que cada vez que los veo, recuerdo que todo tiene un sentido y que hay gente que siempre permanece, aunque me fuera durante años de su lado. Son esos tipos con los que estás horas hablando y es el sueño el que separa las conversaciones.
Este puente, en medio de muchos sentimientos encontrados por muy diversos motivos, siento que hay personas que merecen demasiado la pena.
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