Me enredo en las sábanas, aún somnolienta, buscando su calor, pero no lo encuentro. Trago saliva, suya y mía, y todavía soy capaz de saborearlo. Estoy húmeda y con el corazón latiendo con seguridad en mi pecho y en mi vientre, ese que hace un momento él acariciaba y recorría una y otra vez.
Suspiro con seguridad y, sin buscarlo, su silueta se cuela alargada entre las cortinas. Se tumba a mi lado y observa mis ojos perdidos en la ventana. Por primera vez en mucho tiempo no quiero huir; pero no encuentro el motivo por el que necesito quedarme. No es la historia de siempre; es una necesidad mutua de respeto y cariño. Y él lo reconoce. Rompe ese encanto que hemos creado basándonos en la ilusión y admite que ambos deseamos esto porque lo echamos de menos. Y yo no le veo el problema y lo abrazo con fuerza, porque él es el calor y el compañero que ahora necesito.
Permanecemos en silencio, cómodos como hace meses nos merecíamos estar. No he encontrado mi media naranja; he coincidido con otro solitario al que le agrada una cara conocida y un poco de conversación después de compartir una cama. Pero eso ambos lo sabemos, así que nos resignamos porque ya la noche no nos ofrece esa sensación triunfal y tenemos horarios demasiado incompatibles como para encontrar a alguien mejor.
Nos auto-convencemos de que esto es el comienzo de algo, y sonreímos entre las sombras de la noche, conscientes de que no lo es, pero es lo que mejor nos viene ahora mismo. Sin más futuro, sin más problemas. Convivencia y deseo. Sólo eso.
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