Y de repente, cuando menos me lo esperaba, me acosó un sentimiento especial; uno que nunca antes había sentido. Cada esquina era un recuerdo, una intención, una lágrima... Todos los rincones de Madrid aguardaban silenciosos mi partida, dispuestos a hacer tambalear a última hora mis decisiones con todas esas imágenes que se venían a mi cabeza al ver sus ladrillos.
¿Qué sería de mí sin mi Gran Vía para pasear, con esos edificios en los que apenas algún turista inquieto reparaba, eludiendo las luces y el gentío de su alrededor? ¿Qué haría sin mis grandes caminatas por el Madrid de los Austrias, donde conocía aquellas escuetas librerías con horario de madrugada, con sus cafés de jazz, con los relaciones de las más peculiares discotecas que me reconocían por la calle? ¿Cómo me acostumbraría a los autobuses existiendo un Metro que no te hace dudar de tu estación? ¿Qué sentiría al recorrerme la totalidad de la ciudad en menos de una hora? ¿Qué haría sin la ilusión de vegetación entre el cemento, con su Ángel Caído y su Rosaleda, y el estanque donde me bañé y practiqué remo, y sus pequeñas avenidas desembocando a la Puerta de Toledo, a la Cuesta de Moyano...? ¿Qué haré cuando ya no sepa responder a un turista dónde se esconden Sancho Panza y El Quijote en la Plaza de España, o dónde disfrutarán de una buena tapa, o cómo llegar a la Plaza Mayor? ¿Qué haré sin La Latina, o sin Huertas, o sin mis amigos?
¿Qué encontraré? ¿Me estaré equivocando? ¿No sería más fácil continuar aquí, con mi habitación, que contiene todo lo que necesito? ¿Cómo evitar la sensación de decpcionar a los que me rodean, de estar abandonando todos los detalles que me han proporcionado?
Tengo miedo, mucho miedo... Y no sé qué hacer.
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