Celia tiene una pequeña casa repleta de tapetes de ganchillo y recuerdos. Es fría y la madera parece quebrarse bajo sus torpes pies, pero le ha dado cobijo y ha velado por su familia, viéndola crecer y pelear por su futuro. Cuando su hijo fue a por ella pareció no importarle todo aquello, y sin mirar a su alrededor cogió su maleta y la cargó en el maletero, y a ella en el asiento del copiloto. Pasó el camino fingiendo una sonrisa que hablaba de las ventajas de su nuevo hogar y de vivir junto a sus nietos, pero Celia añoraba su vieja mecedora y la manta sobre sus piernas, las conversaciones con los cada vez más escasos vecinos, su cocina de gas y las cazuelas de porcelana, y fingía escuchar a su primogénito mientras derramaba una lágrima viendo alejarse por el retrovisor a su pequeño pueblo.
Un par de horas después, Celia despertó y sus ojos reflejaron las luces de la Gran Vía, que se desplegaban como en un insulto de poder sobre su pequeña y débil figura. Cada vez se sentía más ajena a todo aquel mundo que ella ni había conocido ni había necesitado. La llevaron a toda velocidad por calles inundadas de hipocresía, ruido y regalos innecesarios cubiertos de papel brillante, y cuando llegó a casa, el portal se extendió a sus pies tan frío como el mármol que lo envolvía. Su nuera la rodeó con rapidez con sus brazos y un par de niños se vieron obligados a hacer lo mismo. Se sentía como un títere en manos de su propia familia.
En la soledad de su habitación, se sentó en la cama y se sintió aturdida: los ruidos de la calle, la altura del edificio, la decoración moderna e impersonal que la rodeaba...
Celia pasó así su última Navidad. Añoró la calma y la paz que la habían acompañado toda su vida, sus viejos muebles, los álbumes de fotos que no había logrado guardar en la bolsa de viaje, pero sobre todo añoró tener que soportarlo en silencio, sin argumentos que a sus modernizados hijos les hicieran comprender que todo aquello era más saludable que cualquier hospital de ciudad, que todo médico, que toda alimentación pasteurizada y controlada por una cadena de señores que industrializaban la comida natural. Ella envejeció de repente porque su corazón quedó en los rincones de su hogar, y sus últimas miradas no vieron la fría cama de hospital en que se perdieron, sino que repasaron el porche en que dió su primer beso, la camita de la alcoba donde dió a luz a sus hijos, el olor de la leña quemándose en la chimenea, y el del brasero cuando pudieron permitírselo, sus agujas de ganchillo, su caja de las fotos de su vida...
Sin duda, un muy buen relato de Navidad Queequej. Me ha llegado hondo. Me quedo por aquí leyendo cada una de tus palabras.
ResponderEliminarUn beso y Feliz Año.
¡¡Muchísimas gracias!! No sabes todo lo que anima saber que alguien cotillea lo que escribo. Feliz 2012 para ti también.
ResponderEliminarUn besote
Te puedo asegurar que lo sé, que todos empezamos así. Por eso aunque cai por el mismo azar, no dudé en comentarte ;).
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