domingo, 20 de julio de 2014

Viajes

No hay maleta que aloje el recuerdo, ni retina que guarde la imagen; no hay minutos suficientes ni palabras que lo expresen. Sólo hay momentos; momentos que se agotan y se escapan, instantes que fluyen, sonidos rotos, olores perdidos. 
Éso es viajar. Es abrir el pecho, la mente y los sentidos. Es la anécdota, el camino y la circunstancia. Es el niño que te mira desde su carro, el anciano que no entiende y el chico que conoces. Es sentir que perteneces a un único pueblo, que no hay barreras ni idiomas, que no estás solo, que sigues una línea infinita que te has propuesto recorrer, de la que jamás saldrías para volver a tu rutina, a la que ves ahora como un agujero oscuro y profundo donde se pierden los que cierran los ojos a una verdad única y certera que es el mundo entero.
Y nadie más lo va a entender, porque nadie ha tenido tus imágenes impactando en sus ojos, ni ha sentido la incertidumbre de quien camina solo por una ciudad ajena; porque jamás lo han vivido en tu circunstancia, con tus conocimientos ni tus dudas, ni han tenido tus mismos miedos ni expectativas. Porque cuando digan que ellos también estuvieron, no sintieron la misma lluvia en su piel, o el olor del pan recién hecho a la misma hora; no escucharon a aquellos músicos al pie de la Iglesia, ni le hicieron la foto frente al río a la misma pareja.
Y cuando estás llena de todo esto, aunque no saciada, la alarma de tu agenda te quiere hacer aterrizar en esa ciudad en la que los días transcurren iguales y monocromos; y sientes que ya no hay olores, ni cruces de miradas, ni nuevas personas que enriquezcan tu vida con sus historias. Y guardas apresurada el equipaje sabiendo que dejarías todo menos esas nuevas pertenencias que sólo tú entiendes: el ticket de un refresco, el billete de un tren, las monedas de un tercer país que has descubierto... Y de repente abres los ojos y todo ese ritmo frenético de planos y dudas se ha detenido, y te vuelven a hablar de todo lo que querías dejar atrás, y te encuentras inmersa en un flujo mecánico de trabajo, rutina y decepción como los trabajadores de la película Metropolis, caminando cabizbajos sin destino. 
Es la condena, el precio que pagas por esos días de desengaño y libertad. No es malo. Hay personas increíbles allí también, pero lo que os une es lo que os separa, porque tu trabajo no te define, así que no podría ser un vínculo. No eres como todas esas parejas que te rodean. No podrías asentar algo grande sobre un cimiento tan sencillo.
Y así, de nuevo, tan perdida como siempre, sin un destino nítido pero cada vez con un pasado más enriquecido, te incorporas a filas. 
Mañana vuelve a ser lunes. Un lunes normal de trabajo.