miércoles, 7 de octubre de 2015

Me descolocas

Me descolocas. 
Te conocí hace ya año y medio. Eso son muchos meses y muchos días. Y no, no ocupas mis pensamientos, ni me impides que haga lo que quiero con quien quiero, pero sigues sacando una sonrisa cuando leo que me saludas.
Te conocí en una estación abarrotada. Fui yo quien me fijé porque la iluminabas: tu paso decidido, la espalda tan recta, una expresión seria, lleno de seguridad y con un maletín en la mano. Tú ni te fijaste. Yo me sentía como tras la sombra de cualquiera de esas columnas de hierro que sujetaban el edificio. Probablemente nos presentaran e incluso nos debimos dar un par de besos. Ni me acuerdo porque me sentía muy pequeña. Pregunté por ti sin obtener mucha información. Y te olvidé. Hasta ahí tenía que haber sido todo; pero de repente apareciste por la noche y tú te sentiste disminuir mientras yo crecía con la ayuda del alcohol y la verborrea acompañante. Era un duelo de tres en el que yo jugueteaba inconsciente. Te enfadaste. Doy gracias por ello: por tu enfado, te armaste de valor y me sacaste a bailar. No quería, así que te lo dejé muy fácil. Nos besamos. Nos besamos mucho toda la semana, en la cama y siempre que nos dejaban. 
Y me fui. 
Luego llegó toda la aventura. Un despiste que me iluminó la cara porque sonaba a riesgo. Canciones, grabaciones improvisadas... me acompañaste todo un viaje de regreso para que no lo pasara mal. 
Y unos meses después, fuimos flaqueando. Poco a poco. Revisé tus fotos celosa. No sabía qué hacías tan lejos ni por qué tenías tantas amigas. No quería ver una imagen de título a traducir con dos cóckteles por la noche que le gustaba a muchas chicas. 
A continuación regresé sin saber a qué me enfrentaba. Tardamos cinco minutos en comernos. Pasamos toda la noche despiertos. Hablamos, hicimos el amor y el tiempo no había pasado. Luego ya no entendí nada. No me escribiste, no me llamaste y no querías verme. Y luego sí, y luego te fuiste otra vez, y me cansé y no quise hablarte más, probablemente porque dolía y no quería que doliese ni por un momento. No quería sentirte así. 
Y ahora de repente pronuncian tu nombre y mis ojos brillan inconscientes. Creo que no anduve; creo que volé o que levité entre la multitud buscándote ansiosa cuando me dijeron que venías. Nos abrazamos muy fuerte, probablemente porque tú sabes todo esto y quieres que piense que tú lo deseabas tanto como yo. Llenamos de nuevo los segundos con sonrisas, corriendo para ponernos al día, excusándonos deprisa nuestra ausencia y proponiéndonos sin vergüenza otra noche juntos. 
Me teletransportaría para estar contigo en una habitación. Tú hablándome de proyectos y sentimientos que los dos compartimos como por arte de magia. Te quitaría la ropa siempre para eliminar barreras y te miraría siempre a esos ojos tan especiales con los que me hablas.
¿Qué tienes que me revolucionas? ¿Es sólo que los dos tenemos la certeza de que nunca va a ser nada más que algo esporádico? Eres tan como yo que me da miedo. Tengo pavor a conocerte más, por si me desengaño o por si confirmo lo que sé de ti y que tanto me gusta. Deberías fallarme definitivamente porque sino creo que quiero que vivamos una relación sin preocupaciones y a distancia, con terceros (y cuartos, y quintos), pero volviendo por la noche y que desde la soledad de tu cama negra tan elegante te acuerdes de mi. Me da igual si lo haces junto a una mujer cualquiera desnuda con la que acabes de sudar, porque yo también lo haría y luego nos reiríamos de cómo llegamos al punto máximo y de las ganas que tenemos de hacérnoslo mutuamente. Quiero que seas un confidente nocturno. Quiero que llores delante de mi cuando añores tu tierra o cuando estés harto del trabajo en el que llevas tres años y ya te aburres.
Te espero cada día desde que te conozco y eso, amigo, me descoloca.

De vuelta

Llevo tanto sin escribir que no sé por dónde empezar. No sé cómo expresar lo que ha sido este último año, lleno de ocupaciones, de sentir el latido del corazón queriendo explotar el pecho, de conducir como una loca sin destino, rodeando montañas entre aldeas olvidadas que se debaten contra la fuerza de los eucaliptos que los rodean. He acomodado horas de trabajo, estudio y descanso para continuar la inercia, para no enfrentarme a mis pensamientos ni reflexionar el rumbo de todo esto. 
Se cierra el círculo otra vez. Dos años y medio de la misma rutina y ya estoy tocando fondo. Sólo me llena huir lejos, donde no me encuentre a nadie y llenar mis pulmones con un aire muy, muy frío que corte la piel de mi cara y me haga dejar de sentir mis manos. Y luego, mantener el ritmo más frenético que mi cuerpo aguante: despertarme con el tiempo justo y correr, trabajar sin tregua, comer sin masticar y luego estudiar, y quedar, hacer planes y cometer errores con los hombres menos indicados, y caer finalmente rendida en la cama, sola y exhausta, hasta el día siguiente. Sin tiempo para pensar. Con la música que quiera seleccionar el reproductor en modo automático que me acompañe en la calle mientras camino rápido y cabizbaja, sin necesidad de destino definido y entretenga mis pensamientos para no fijarme en ninguno. Éso ha sido mi último año. Rellenar el currículum, luchar hasta que me piden tregua y romper con los que un día pensaron que una parte de mí estaba hecha para ellos. 
Y ahora, en pleno Octubre y de vuelta a la ciudad que me ha visto nacer, me planteo volver a apoyar los pies en tierra firme, aunque aborrezca la idea por simple y aburrida, y me doy cuenta de que sigo pasando de puntillas por la vida, esquivando abrazos y planes estables, eludiendo eso que dicen que es el amor y descubro lo feliz que soy descubriendo a gente sólo para pasar a su lado unos días, dando igual el número. 
He recuperado la felicidad de los niños, su inquietud y ganas de aprender y comerme el mundo. Soy tan terriblemente feliz en este momento, en el que no sé dónde voy pero me siento absolutamente libre, que no quiero que acabe nunca. Quiero seguir sintiendo todo el tiempo al mundo moverse sobre sí mismo mientras yo revoloteo a mi antojo. Y así voy a continuar.