viernes, 27 de enero de 2012

Hoy

Hoy quiero gritar y no puedo; quiro llorar de rabia y me avergüenza la idea. Hoy tengo esa sensación sobre el pecho que me recuerda lo perdida que estoy, lo alejada que me encuentro del resto de mis amigos. Siento ese vacío incómodo que hace que mirar la agenda de mi teléfono resulte hipócrita. No sé a quién llamar; no sé a quien abrazar; no sé a quién gritarle que estoy cansada de todo esto. Quisiera coger en la estación un autobús a ninguna parte. Alejarme de esta ciudad que ya no me aporta nada y empezar de cero, tener la oportunidad de volver a sentir esa sensación de aire fresco que te da conocer a alguien; la energía que transmite escuchar nuevas risas, nuevas historias.
Tengo miedo de que todo se repita, de que una vez más cierre una etapa sin valorar esos momentos cotidianos con mi gente. Me da pavor la idea de volver la vista hacia atrás y arrepentirme de no haber mimado a los que en su día parecían querer velar por mi. Sin embargo, siento que me he estancado en una rutina que me aporta poco.
Sigo sola. Tan sola como el año pasado, y el anterior, y el anterior. Sola irremediablemente, según me indican todas las señales. Testigo y apoyo constante (o eso espero) para quienes a mi alrededor ya encontraron a alguien, para quien lo perdió pero supo saborearlo, o al menos conoce ese sentimiento, para quien, por ese alguien, me dió la espalda y dejó de necesitarme. Estoy cansada de ser amiga, compañera, hombro, pañuelo... y nada más para nadie. Estoy triste y sola, rodeada de amigos y nada más. Y sí, ahora necesito algo más.

miércoles, 18 de enero de 2012

Urgencias

Hoy ha terminado mi paso por el Servicio de Urgencias y me quedo con mil sensaciones. La primera de todas: me he sentido útil, y he descubierto que, con empeño, es posible hacer cualquier cosa. Llevo un tiempo algo desmotivada respecto a la Especialidad que quiero hacer una vez termine la carrera, probablemente porque la única motivación que he tenido desde hace tres años era lograr ser Anestesióloga. Pues bien. Este curso, ya que era el último, decidí dar una oportunidad a cada una de mis rotaciones, y, mira por donde, he descubierto que ni Medicina Familiar y Comunitaria ni Medicina de Urgencias me disgustan en absoluto.
Pero más allá de todo ello, Urgencias me ha abierto un mundo de profesionales moviéndose con la agilidad de títeres en el espectáculo que son unas Urgencias masificadas como las que tiene mi Hospital, en las que el Adjunto tiene la necesidad de delegar en ti responsabilidades para poder cubrir más trabajo y no pasar a la guardia a pacientes que llevan ya más de ocho horas ingresados sin supervisión de ningún especialista. Parece mentira descubrir toda esa dinámica que abarca desde localizar en el control a las enfermeras de tus Boxes hasta saber dónde se cursan los volantes de rayos o cuál es el busca de Información para que hagan pasar a los familiares de tu paciente.
He descubierto también cómo se puede estar atendiendo a diez pacientes a la vez, corriendo de un lado a otro para valorar sus analíticas, firmar sus tratamientos, indicarles dónde está el baño o empujar sus sillas de ruedas. 
He aprendido a que la carga asistencial no me haga olvidar el nombre de mis pacientes, o la cara de sus familias, o pequeñas anécdotas como si la abuelita de turno siempre dice que nació en los años del Charleston, o los que te dicen que eres clavada a su nieta, o que se preocupan más de ensalzar tu labor que de su dolencia, o de los que destacan el color azul de los ojos de tu Adjunto y que te obligan a decir que te encantan cuando llevas un mes mirándolos sólo de reojo por vergüenza.
Y de todo ello, he creado una sensación que me ha unido más a la gente, que me ha hecho que de repente camine por la calle y vea a mi alrededor no a pacientes, pero tampoco a sujetos que se me cruzan; que vea a personas que tienen una historia que contar, que tienen problemas que los asolan en silencio. He cruzado junto a decenas de personas la línea de la intimidad, los he visto desnudos y temerosos, los he acompañado en el momento más agudo de su enfermedad y, aunque alguno lo he perdido por el camino, la mayoría se han ido de alta mucho mejor que se fueron, con una sonrisa en sus labios o, al menos, el ceño menos fruncido.
Hoy, para despedir mi rotación, he atendido al soltero al que su paternidad se le puede escapar por unas paperas aunque tal vez nunca se la hubiese ni planteado, y he visto cómo una sombra de tristeza le llenaba los ojos; he historiado a un hombre con sida que, avergonzado de ese antecedente, no ha sido capaz de sentarse en la camilla hasta que no se ha convencido de que no me importaba el cómo ni cuándo, de que yo no lo juzgaría; he dado el alta a una mujer a la que una alergia desconocida casi cierra sus vías; he conocido a una anciana que simplemente se sentía sóla y, por la cantidad de achaques acumulados, sabe que justificaría una visita diaria a la Urgencia sin que nadie la pudiera tachar de abusona... Hoy, me he sentido muy cercana al mundo, y cada vez más lejos de esa niña tímida que fui y que se perdió diez minutos de conversación con cientos de personas interesantes. 
Hoy me he sentido más médico y, por primera vez, eso me ha hecho muy feliz.

martes, 3 de enero de 2012

La despedida

Siento tu cuerpo latiendo junto a mi, desprendiéndose de ese calor que los dos hemos creado, y levanto mi cabeza hacia el cielo, que ya comienza a pintarse de azul. Los primeros rayos asoman en un sin fin de colores y las gaviotas parecen celebrarlo sobre nosotros, con su agudo cántico desperezándonos en lo que parece haber sido un sueño. Mis sentidos están al rojo vivo. Noto cada grano de arena adherido a mi piel, y aprovecho para desprenderte a ti de alguno de los que luces en el torso. Todo transcurre como a cámara lenta: mi mano acariciando tu espalda, el viento despeinando tu cabello dorado, el aroma a sal batida por las olas que constituyen nuestra banda sonora. No quiero alejarme nunca de ti. Deseo que todo sea siempre así. Pero ahora eres tú el que se despierta, y sonríes formando un oyuelo en una sola de tus mejillas. Aún estamos abrazados. Dices que tienes que irte, que te esperan en el puerto, y que nos veremos antes de lo que imagino; pero sentir que te alejas ya duele.
Como puedo, me incorporo para verte marchar. Caminas con gracia, pareces despreocupado y no vuelves la cabeza, pero sé que es porque tus ojos no dejan de llorar. El sol en el horizonte me ciega y tú lo ocultas con tu silueta. Es como si hoy sólo hubiera salido para iluminarte. Permanezco recostada recordando esta noche, hasta que de repente tu barco rompe el compás de las olas. Camino hacia la orilla, dejando que el frío agua moje mi vestido y te despido con la mano aún sabiendo que no me podrás ver. Nada importa sin ti. El tiempo es perdido cuando no estás a mi lado.

lunes, 2 de enero de 2012

Belleza

Comienza un nuevo año, y, de nuevo, Mónica se enfrenta al día a día. La cena ha sido dura, pero nada en comparación con lo que se la viene encima. Toma las uvas. Ella sólo puede con seis, así que las divide a la mitad para que hagan las veces. Después, va a su habitación. No sale de fiesta como la mayoría de las chicas de su edad; se tiene que poner el pijama para no seguir trastocando el ritmo habitual del día, y entonces, se enfrenta a su problema por primera vez en este año. Se mira al espejo y duda si debería echar un vistazo. Prefiere no jugársela y retroceder al encierro de hace unos meses, así que se da la vuelta y se cambia de ropa. No tiene palabras para lo que ve; ni palabras ni fuerza para seguir soportándolo, pero tampoco parece tener fuerzas para dejar de hacerlo.
Mónica no ve esa piel suave que cubre su rostro, no ve sus ojos azules, ni la gracia que tiene su pelo castaño. Tal vez no sepa nunca que anhela algo que no necesita, pero es que ella no ha tenido buena suerte. Sus amigos han disfrutado de su compañía ajenos a todo. Óscar se enamoró de ella desde la primera vez que la vió, pero es un amigo paciente que ha visto cómo ella prefería a chicos de una noche cada vez que salían de fiesta. Claudia ha depositado en ella toda su confianza, y aún recuerda las noches de pijama y confesiones. Patricia y su novio Julio se conocieron gracias a ella la primera vez que hicieron un viaje al extranjero sin padres. El resto de sus amigos -Elena, Pedro, Juan, Alicia...- han compartido con ella infinidad de momentos. Ninguno de ellos se percató de lo que sucedía.
Mónica al principio era una chica más tímida y solitaria. La gustaba estudiar y leer porque se transportaba a lugares lejanos. A veces, en su soledad, Mónica estaba tan intrigada con la trama de sus fantasías y series, que soñaba que ella formaba parte de todo aquello, y conocía a sus personajes mejor que los propios escritores o guionistas. Con el tiempo, fue abriéndose al mundo y conoció a mucha gente. Salía de fiesta y siempre tenía a quien llamar para dar un paseo. Pero los fantasmas del pasado, esos que había querido enterrar en el olvido, reaparecieron con más fuerza que nunca, y comenzó a combatirlos a su manera.
Sus amigas eran, a sus ojos, infinitamente más afortunadas que ella. Las veía bailar y sentía que ella estaba ridícula haciendo lo mismo; las veía con sus parejas y era testigo de una compenetración que ella no sentiría jamás; la hablaban de sus viajes por todo el mundo, donde habían hecho el amor en mil lugares distintos, y lo que ellas sentían, Mónica sabía que jamás llegaría a conocerlo. Por todo ello, poco a poco, empezó a rechazar a los únicos chicos que merecían la pena, y comenzó un torbellino de noches de locura y sexo. Despertaba a la mañana siguiente con un completo desconocido a su lado, las sábanas revueltas y su maquillaje corrido. Mónica dejó de quererse y comenzó una carrera intentando ser lo que no podía. 
Ahora se presenta ante su familia con vergüenza. Dejar de comer ha sido lo que la ha separado de todo lo que tenía. Sus amigos no saben cómo reaccionar y, aunque se ven obligados a pararse cuando se encuentran con sus padres en la calle o el mercado, no cogen el teléfono para hablar con ella ni la escriben un mensaje. No saben que ahora les sigue necesitando incluso más que antes. Unos se culpabilizan por no haberse dado cuenta de su comportamiento, otros simplemente piensan que ha sido débil y cobarde. 
A Mónica hay que tratarla con cariño. Es débil, como siempre lo ha sido. Hay que educarla a sus diecinueve años como si fuera una niña. Hay que enseñarla a quererse sin caer en los tópicos de que ya había gente que la amaba. Hay que, simplemente, darla una razón para seguir; pero incluso eso, será difícil para ella.