miércoles, 18 de enero de 2012

Urgencias

Hoy ha terminado mi paso por el Servicio de Urgencias y me quedo con mil sensaciones. La primera de todas: me he sentido útil, y he descubierto que, con empeño, es posible hacer cualquier cosa. Llevo un tiempo algo desmotivada respecto a la Especialidad que quiero hacer una vez termine la carrera, probablemente porque la única motivación que he tenido desde hace tres años era lograr ser Anestesióloga. Pues bien. Este curso, ya que era el último, decidí dar una oportunidad a cada una de mis rotaciones, y, mira por donde, he descubierto que ni Medicina Familiar y Comunitaria ni Medicina de Urgencias me disgustan en absoluto.
Pero más allá de todo ello, Urgencias me ha abierto un mundo de profesionales moviéndose con la agilidad de títeres en el espectáculo que son unas Urgencias masificadas como las que tiene mi Hospital, en las que el Adjunto tiene la necesidad de delegar en ti responsabilidades para poder cubrir más trabajo y no pasar a la guardia a pacientes que llevan ya más de ocho horas ingresados sin supervisión de ningún especialista. Parece mentira descubrir toda esa dinámica que abarca desde localizar en el control a las enfermeras de tus Boxes hasta saber dónde se cursan los volantes de rayos o cuál es el busca de Información para que hagan pasar a los familiares de tu paciente.
He descubierto también cómo se puede estar atendiendo a diez pacientes a la vez, corriendo de un lado a otro para valorar sus analíticas, firmar sus tratamientos, indicarles dónde está el baño o empujar sus sillas de ruedas. 
He aprendido a que la carga asistencial no me haga olvidar el nombre de mis pacientes, o la cara de sus familias, o pequeñas anécdotas como si la abuelita de turno siempre dice que nació en los años del Charleston, o los que te dicen que eres clavada a su nieta, o que se preocupan más de ensalzar tu labor que de su dolencia, o de los que destacan el color azul de los ojos de tu Adjunto y que te obligan a decir que te encantan cuando llevas un mes mirándolos sólo de reojo por vergüenza.
Y de todo ello, he creado una sensación que me ha unido más a la gente, que me ha hecho que de repente camine por la calle y vea a mi alrededor no a pacientes, pero tampoco a sujetos que se me cruzan; que vea a personas que tienen una historia que contar, que tienen problemas que los asolan en silencio. He cruzado junto a decenas de personas la línea de la intimidad, los he visto desnudos y temerosos, los he acompañado en el momento más agudo de su enfermedad y, aunque alguno lo he perdido por el camino, la mayoría se han ido de alta mucho mejor que se fueron, con una sonrisa en sus labios o, al menos, el ceño menos fruncido.
Hoy, para despedir mi rotación, he atendido al soltero al que su paternidad se le puede escapar por unas paperas aunque tal vez nunca se la hubiese ni planteado, y he visto cómo una sombra de tristeza le llenaba los ojos; he historiado a un hombre con sida que, avergonzado de ese antecedente, no ha sido capaz de sentarse en la camilla hasta que no se ha convencido de que no me importaba el cómo ni cuándo, de que yo no lo juzgaría; he dado el alta a una mujer a la que una alergia desconocida casi cierra sus vías; he conocido a una anciana que simplemente se sentía sóla y, por la cantidad de achaques acumulados, sabe que justificaría una visita diaria a la Urgencia sin que nadie la pudiera tachar de abusona... Hoy, me he sentido muy cercana al mundo, y cada vez más lejos de esa niña tímida que fui y que se perdió diez minutos de conversación con cientos de personas interesantes. 
Hoy me he sentido más médico y, por primera vez, eso me ha hecho muy feliz.

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