viernes, 6 de noviembre de 2015

Tú, siempre tú...

No te haces una idea de cuánto te extraño; de lo mucho que añoro esos domingos infinitos de paseos sin destino, descubriendo un Madrid que era sólo nuestro y esos roces espontáneos que de vez en cuando dejábamos que sucediesen. 
No imaginas lo que pienso en esos ojos marrones tan profundos que guiñas un poco cuando fantaseas en tus historias. Recuerdo las arrugas que se te formaban al sonreír con esa sinceridad que te acompaña desde que te conozco, y recuerdo también tus relatos imposibles donde abrías tu corazón a la única persona que te escuchaba sincera. 
¡Cuánto te he querido siempre! 
La primera vez que te vi, con tus rizos despreocupados, me invistaste a entrar en tu vida. Me acuerdo de los mensajes de texto, porque hasta ahí alcanza nuestra amistad, sin Internet en los móviles y con caracteres que ponían límites a todo lo que nos deseábamos contar. No lo sabes, pero los escribía ilusionada, boca-abajo en la cama, a hurtadillas y entre risitas adolescentes y cómplices con nuestra amiga en común, que nos incitaba a querernos. Tú me respondías en seguida y entonces supe que no hablábamos de un lío pasajero, que estábamos aprendiendo a forjar una amistad profunda, juntos. 
Desde entonces nos hemos robado algunos besos. Me acuerdo bien de Moncloa, tú y yo, y de la llamada al día siguiente explicándonos que nuestra amistad valía más que cualquier malentendido. También de nuestras largas conversaciones por teléfono, que teníamos que interrumpir para que no nos regañasen y que continuábamos después de la cena, tirados en la cama, cada uno en su casa, como en esas películas en las que dividen en dos la pantalla para que veas qué complicidad tienen sus protagonistas, llegando a hacer los mismo gestos a la vez.
Fuimos a Londres y lo mejor de ese viaje fue que me pidieses salir del hostal a dar un paseo y charlar en un banco. Éramos nosotros en otro país, pero me dejaste claro que nuestra esencia se conservaría siempre. Nadie lo entendía, todos pensaban que había un deseo oculto detrás de nuestras citas constantes.
Nunca me importaron las otras chicas de las que me hablabas. Supongo que tampoco a ti te molestaban mis chicos. ¡Contigo me sinceré tanto!
Luego me fui de la ciudad y poco a poco todo fue cambiando. No entendiste que no tuviera tiempo, me visitaste y no te gustó mi nueva vida. Deberías haberme gritado; te deberías haber enfadado conmigo, no huir del modo en que lo hiciste. 
Te echo mucho de menos. Necesito contarte cómo me siento, escuchar tus historias, que me cuentes cómo son las cosas en tu oficina. Necesito que escuches cómo mi vida poco a poco se está echando a perder. No sé hacia donde dirigirme y tú eres la constante que siempre he tenido. 
Tengo que reunir el valor y llamarte, porque sé que tu enorme corazón me perdonará sin reproches.

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